El Nazareno es la representación más sencilla del momento de la Pasión en que Cristo camina hacia el Calvario y, por tanto, la que más se ajusta a la brevedad del relato evangélico, luego desgranado en una sucesión de episodios minuciosamente supuestos por el fervor religioso que suscitó el tema, y su arraigo en la devoción popular. Jesús doblegó su cuerpo por la cruz que carga sobre su hombro, avanza con paso vacilante y doloroso, próximo a desfallecer. El valor narrativo se suma al valor simbólico: se identifica la humanidad con Cristo y Jesús arrastra la cruz de nuestros pecados, como el cristiano lleva su carga diaria.
Nuestro Nazareno es, como tantos de su época, una escultura de vestir, típico de una época barroca caracterizada por un realismo de acentuada intensidad dramática, tallada sobre madera de ciprés, que alcanza una altura máxima de 1,63m., tocado por un largo pelo natural, que sostiene la cruz aferrando con la mano derecha el travesaño (patibulum), y con la izquierda, levantada, el madero más largo (stipes), postura poco usual a simple vista, ya que lo lógico sería cargar sobre el derecho, si no fuera por la tendencia natural del hombre a procurar libertad a su brazo derecho, y a inmovilizar el izquierdo.
Tiene el cuerpo completamente tallado, alejándose por lo tanto de los llamados de “candelero”, y los brazos articulados en hombros y codos, para facilitar el acople a la cruz y las tareas de vestimenta y ornato.
Presenta perfecta policromía en manos, pies y cara, en la que resalta su dentadura de nácar y el delicado trabajo de sus facciones, enmarcadas por unas cejas ligeramente arqueadas, una barba levemente bífida y no excesivamente poblada, que plasma una expresión de color contenido, de sufrimiento y ternura, sin crispación alguna, que invita a la meditación e imitación.
Se viste con túnica, generalmente morada, (recurso éste a la tela frecuente en las imágenes procesionales, ya que les confiere una inmediata apariencia de vida, moviéndose los paños al paso real, de los portadores) símbolo de penitencia y sufrimiento, y sobre ella porta un cordón que desciende desde la base del cuello hasta la cintura, para ajustar la túnica, que nos recuerda a la profecía de Isaías: “Como cordero llevado al matadero, no abrió la boca” (IS.53,7).
Normalmente en este tipo de obras la tarea del escultor se centra en las partes del cuerpo que quedan al descubierto (cabezas, manos y pies) o pueden llegar a ser visibles (cuello, hombro, antebrazos, pantorrillas); pero no es raro en los Nazarenos, como el que nos ocupa, que se talle todo el cuerpo con anatomía precisa, para conseguir la plena impresión de un cuerpo en movimiento bajo los pliegues del paño.
Está tallada, pues, la figura de Nuestro Padre Jesús Nazareno es casi como una figura “desnudable”, puesto que no sólo está modelada su anatomía, sino también el paño de pureza en torno a sus caderas.
Es el cuerpo de un hombre en marcha, cargado de peso y dolor: la pierna izquierda avanza, quedando atrás semiflexionada la derecha, y gira el torso, ligeramente doblado, en el esfuerzo de sostener la cruz. Lo que ocultará la túnica sólo requiere volumen, por eso la policromía es muy somera, concentrándose en las zonas visibles, donde muestra un cuidadoso acabado que potencia la labor del escultor.
La cabeza, lisa, está preparada para ser cubierta por una peluca de pelo natural, que aunque contribuye notablemente al realismo de la figura, puede variar considerablemente la estética de la talla.
El rostro resume y explicita el contenido espiritual de la figura: de facciones delgadas por el sufrimiento que hunde las mejillas bajo pómulos marcados, entreabierta la boca por la respiración anhelante, acusando la tensión en las venas abultadas de las sienes, las cejas semifruncidas…, recursos propios del dramatismo barroco, mantenido correctamente en la forma, pero atenuado en su intensidad.
Sobre su cabeza, ceñida por una corona de espinas, símbolo de tribulación y pecado, las tres potencias, transposición del nimbo cruciforme, que en la humanidad maltrecha de Jesús Nazareno hacen presente la plenitud de GRACIA, CIENCIA y PODER.
La imagen ha sido retocada por manos anónimas en innumerables ocasiones, siendo la última documentada obra del llerenense Luis Peña Maldonado, quién en el año 1992 limitó su intervención a los deterioros sufridos en manos y pies, merced a los sempiternos usos cultuales; a la oreja izquierda, golpeada frecuentemente sobre el madero en los antaño dificultosos desfiles procesionales; a la limpieza de la cara, oscurecida por siglos de devoción popular y luminarias, y, por fin, a la sustitución casi completa de la peana, conservando la corteza disimulado del monte bajo que había sido brutalmente atacada por xilófagos, haciendo temer incluso el contagio de la propia talla.
La ausencia de documentación, sumada a la acendrada devoción popular, que hacen de esta talla un auténtico emblema de la Semana Santa Emeritense, han hecho de su atribución artística un asunto verdaderamente polémico.
Algunos eruditos locales, llevados sin duda de su desmedido amor hacia la talla, y sin aportar dato alguno que pudiera resistir la más leve crítica estilística, han venido atribuyendo la imagen, de la que sólo sabemos su ubicación hacia 1734 en el Convento-Hospital de Jesús Nazareno, al menos hasta 1841, cuando tras el cierre definitivo del hospital, pasó a la Parroquia de Santa Eulalia, al maestro Martínez Montañez, o, incluso, a María Luisa Roldán, “La Roldana”.
No obstante, el mismo Maximiliano Macías en la temprana fecha de 1913, es el primero que apuntó a la Escuela Granadina del siglo XVIII, si bien acercándose más al círculo de Pedro de Mena en base a su intenso patetismo, reflejado en su mirada “in extremis”, vidriosa y dulce, obviamente diferente al crudo realismo castellano y del realismo mesurado sevillano.
J. R. Mélida, por su parte, consciente del valor artístico de la talla, no duda en incluirla entre las más señeras de la provincia, al redactar el Catálogo Monumental correspondiente a la Provincia de Badajoz. Le impresiona la expresión de agonía y fatiga del encorvado cuerpo y el rostro de sufrimiento, con la boca entreabierta, bajo el peso de la cruz que arrastra, y los dedos abiertos y como temblorosos con que la sujeta. Limita su adscripción a la Escuela Andaluza, sin más.
Ha de ser ya en fecha más reciente el catedrático sevillano D. Antonio de la Banda y Vargas, al analizar la influencia andaluza sobre las artes artísticas de la Baja Extremadura, quién realizó la más afinada atribución, válida hasta la fechas recientes, que sitúa la imagen de nuestro Nazareno como salida del círculo del granadino José de Mora, si no de su propia mano, que supo llevar a su máximo desarrollo el acentuado patetismo de aquella escuela, aunque conservando la elegancia de las formas, que se refleja en Nuestro Padre Jesús Nazareno en esta “fina interpretación del dolor anímico que se exterioriza en el rictus que expresan las comisuras de los labios y la mirada angustiosa de sus vidriosos ojos”.
Hoy en día está ya fuera de toda duda su atribución al escultor v Luis Salvador Carmona y la madrileña, esta última en su vertiente continuadora de la tradición barroca, que conjuga la carga emotiva granadina con un cierto eclecticismo, como sería el caso.
Luis Salvador Carmona (1708 – 1767), escultor prolífico y excepcional, refleja en su obra el difícil compromiso del momento entre la vocación moderna de los encargos oficiales (Patronatos Reales) y las raíces más selectas de la talla de la madera del siglo anterior, donde aplicó los nuevos criterios de exquisitez y refinamiento formal para refrenar los desbocados ímpetus de la iconografía tardo barroca. De esta difícil síntesis salieron numerosas obras, repartidas por toda la geografía peninsular, entre las que se encuentran dos Nazarenos muy conocidos: uno en La Bañeza (León), de vestir, y el otro en El Real de San Vicente (Toledo), que, si bien presenta la misma disposición del brazo izquierdo, levantado, y en otras características formales, otras como su completa talla, lo hacen dispar.
Sea como fuere, el Nazareno emeritense, que presidió como el de Córdoba, los desvelos de los seguidores del Padre Cristóbal de Santa Catalina, ha sido siempre un referente en la religiosidad de los augustanos durante las tres últimas centurias. Incluso personajes tan poco sospechosos de sensiblería, como el arqueólogo francés Pierre Paris, comisionado por su gobierno a principios del siglo para realizar un informe sobre el estado de los monumentos de nuestra ciudad, no pudo resistirse ante la mirada angustiada de nuestro Nazareno.
Lo encuentra en la penumbra, semiescondido entre los restos monumentales de la basílica, lo mira extasiado, siente como él lo penetra con su mirada, abandona su mal humor y su desazón, y se reconcilia consigo mismo. Tal es la impresión que produce sobre su maltrecha alma, que no nos resistimos a reproducir sus palabras:
“…No se ve más que el rostro doloroso bajo la sombra de los cabellos que caen; los ojos ardientes que lloran, la boca convulsa, las mejillas lívidas; la madera pintada confiere a la imagen vida y sufrimiento sin brutal realismo; la expresión de la tortura física, que no puede ir más allá y nos oprime el corazón, se ha aclarado por medio de un rayo divino bajo la mano del escultor místico para colmar por ventura la emoción insostenible de nuestros nervios…”