El modelo iconográfico de la Dolorosa Sevillana, definido después del Concilio de Trento y afianzado a lo largo del último tercio del siglo XVI, alcanzó su momento culminante durante toda la época barroca, perviviendo con fuerza en toda la centuria dieciochesca y resistiendo los embates de la época decimonónica, para alcanzar con plenitud la actual, dentro de los ambientes procesionales proclives al Neobarroco.

El modelo es siempre el mismo. Son imágenes de vestir que solo presentan talladas la mascarilla y las manos, con aditamentos de afán naturalista, a base de ojos y lágrimas de cristal, pestañas…etc. Completa el conjunto una rica indumentaria a base de ricas telas y bordados que denotan la herencia por el gusto teatral del Barroco.

La talla que aquí nos ocupa, Nuestra Señora del Mayor Dolor fue adquirida en 1947 por la entusiasta Junta Directiva encabezada por Don José Molina, para sustituir a otra Dolorosa, de tamaño más pequeño, pero no carente de mérito artístico, que ya poseía la Cofradía y que en un principio acompañaba con San Juan al Santísimo Cristo de los Remedios.

La imagen, que costó en su día la nada despreciable cantidad de 3.500 pesetas, fue encargada a un artista de renombre, el académico y escultor sevillano Manuel de Echegoyan, avanzando en la época –a veces llegó al informalismo-, que supo plasmar en la factura de sus obras excelente oficio y delicado gusto, apartándose un tanto del Neobarroco Sevillano, tan en boga en la época, transmitiendo en sus obras un sello personal de sobriedad y simplicidad, como la que nos ocupa.

No obstante, su aspecto original es hoy irreconocible por la brillante intervención, realizada en 1981, por el también sevillano Luis Álvarez Duarte, que ocupó al rostro y cuello, suprimiendo la primitiva mirada fija, de angustia repentina, por otra más juvenil, de serena resignación, que ahora conserva, a base de bajar las cejas y redondear el rostro.

Trabajada en madera policromada, representa el rostro de la Mater Dolorosa, joven y natural, captado en un momento de angustia y dolor contenido.

Su dolor es intenso y agotador, pero sin perder nunca la resignación y la conformidad ante el terrible drama que se desarrolla en sus ojos.

El óvalo de la cara, enmarcado por una toca de encaje, es trianguliforme, de facciones nítidamente marcadas, y sus ojos, trabajados en pasta vítrea, dominan la uniformidad cromática del rostro, de policromía cálida, con un brillo especial, como consecuencia del llanto que los moja.

La expresión de María es de intensa dulzura. La mirada algo baja, perdida al infinito, con el trazo lineal de sus cejas levemente curvadas en los extremos, nos transmite sentimiento y a la vez serenidad; la boca, con los labios entreabiertos, lo que permite la visión de la lengua y ambas hileras de dientes, es quizás el elemento que otorga mayor patetismo a la expresión de la figura.

Las manos, casi afrontadas, con la palma extendida, terminan en unos dedos ligeramente incurvados de proporciones estilizadas, como corresponde a la juventud de La Señora, que sostienen habitualmente un pañuelo y un rosario.

Como es costumbre en este tipo de efigies, Nuestra Señora del Mayor Dolor viste saya y manto negro, típica indumentaria de las viudas españolas del siglo XVI, puesta de moda por Isabel de Valois, tercera esposa de Felipe II. La saya, compuesta por un pecherín suelto con mangas y una especie de delantal profusamente adornados, se ajusta a la cintura con un fajín, manifestación externa de la virginidad de María, y se complementa con un tocado, versión andaluza del schebisim judío, formado a su vez con una mantilla española, velo de tul o tejido de raso.

El manto, por fin, profusamente bordado en oro, plata y pedrería, con motivos florales y emblemas de la Cofradía, alusivos a los primeros a las innumerables virtudes que adornan el alma de María, es el típico manto de misericordia de raigambre medieval, y simboliza la acogida de María a todos sus hijos, en este caso representados por sus costaleros.

Sobre su mano derecha porta un fino pañuelo de encaje, o manípulo, transposición de la patena, siendo así durante la pasión una auténtica “virgen oferente”, y en la izquierda un rosario, con el que Nuestra Señora va desgranando, uno a uno, todos los sufrimientos que afligirán a su hijo desde la oración de Getsemaní.

En el pecho destaca la empuñadura del puñal que atraviesa el corazón de la Mater Dolorosa, como clara alusión a los siete dolores que fueron atravesando su alma: en la calle de la Amargura, en la crucifixión de Jesús, en el descendimiento, y su entierro.

Completa el conjunto un surtido de variadas joyas que obedecen al valor simbólico que las identifica con las verdades espiritualidades.Toda la talla está rematada por una magnífica corona de plata dorada, atributo de realeza y símbolo de victoria y dominio, tachonada con doce estrellas que manifiestan el honor de la Hija de Sión sobre Israel y sus doce tribus, a la vez que su maternidad sobre la Iglesia fundada en los doce apóstoles.